11 de mayo de 2011

Un fragmento de «Snuff»

Durante una charla que dio Terry el pasado 14 de abril en Auckland, Nueva Zelanda, su asistente Rob Wilkins leyó un fragmento de Snuff, la próxima novela del Mundodisco (que saldrá a la venta el 13 de octubre). Entre el público se encontraba Flynn the Cat, que grabó la lectura y la transcribió en su blog. La calidad del sonido no era óptima precisamente, pero hay pocos [ininteligible]s en el texto. Aquí tenéis su traducción, incluyendo la introducción que hizo Terry Pratchett.


Terry: Tengo que decir algunas cosas. Por razones que no os costará adivinar, el comandante Vimes de la Guardia de la Ciudad se ha visto arrastrado al campo por su esposa. Y todos sabemos lo que sucede a los policías, a los detectives, cuando se toman un respiro en el campo. Vimes se dedica a pasearse por ahí, subiéndose por las paredes porque no entiende el encanto de la campiña. Para él los árboles son solo hierbajos rígidos y la gente les da demasiada importancia. Es por ello que cae en las garras de esta anécdota, por así llamarla, que va a leer Rob.

Rob: Vamos desde arriba. Bien, Sam Vimes ha entrado en un pequeño bar de pueblo, donde conocerá una fascinante afición local y se encontrará con un viejo adversario.

Vimes empezaba a darse cuenta de que el bar estaba llenándose. Sobre todo de más pueblerinos pero también de gente que, siendo caballeros o no, cualquiera esperaría que los tratasen como tales. Llevaban gorros de colores y pantalones blancos y no paraban de hablar. En el exterior, los caballos y los carruajes iban abarrotando el sendero. Había martillazos en algún sitio, y la esposa de [¿June?] hacía de barman, o más bien de barwoman, mientras su marido iba de un lado a otro con la bandeja.
       Vimes miraba por las ventanas de la fachada principal del bar. Por desgracia, el local era el más aterrador de los lugares: era pintoresco. Lo cual significaba que las ventanas eran pequeñas hojas redondas, engarzadas con plomo a la pared. Su propósito era dejar entrar la luz, no dejar mirar hacia fuera, ya que la luz se torcía en ángulos tan erráticos que casi se rompía. Por una de las hojas se veía lo que probablemente fuese una oveja, aunque en realidad se parecía a una ballena hasta que se movió para cobrar aspecto de champiñón. Pasó un hombre sin cabeza... hasta que llegó a la siguiente ventana, donde su cabeza tenía un solo ojo gigantesco. Al joven Sam le habría encantado, pero su padre decidió que no le interesaba invertir en ceguera y salió por la puerta a la luz del sol.
       Ah, pensó, es una especie de deporte. En fin. Vimes no era aficionado a los deportes porque llevaban a las acumulaciones de gente, y las acumulaciones llevaban al trabajo policial. Pero en realidad, él allí no era poli, ¿verdad? Era una sensación extraña, con la que se alejó del bar para convertirse en un inocente peatón. No recordaba la última vez que lo había sido. Se notó... vulnerable. Paseó hasta llegar al hombre más cercano, que estaba clavando estacas en el suelo, y le preguntó:
       —Vale, ¿qué está pasando aquí? —Al darse cuenta de que había hablado en idioma guardia y no como un ciudadano normal, añadió—: Bueno, si no le molesta la pregunta.
       El hombre enderezó la espalda. Era uno de los que llevaban gorros de colores.
       —¿Nunca ha visto una partida de crock, señor? ¡Es el juego de los juegos!
       El civil Vimes hizo lo posible por parecerse a un hombre sediento de más información deliciosa. A juzgar por la sonrisa entusiasta de aquel joven, estaba a punto de aprender las reglas del crock quisiera o no. Bueno, pensó, me lo he buscado yo solo.
       —A primera vista, señor, el crock puede parecerse a cualquier otro juego de pelota, donde dos bandos se enfrentan para impulsar una pelota con la mano, con paleta o con otro instrumento, hasta la portería del adversario, sea del tipo que sea. Sin embargo, el crock se inventó durante una partida de cróquet en la Escuela Teológica San [¿Otan?] de Jamón de Centeno. Cuando el chico [hizo algo] en el campo de [¿Jackson?], el obispo de Quirm cogió el mazo con las dos manos y, en vez de dar un golpecito suave a la pelota...
       Vimes se rindió en aquel punto. No fue solo porque las reglas del juego resultasen incomprensibles por derecho propio, sino también porque aquel joven tan fervoroso permitía que su fervor se impusiera a la necesidad de explicar las cosas siguiendo algún tipo de orden razonable. Por tanto, el flujo de información llegaba puntuado una y otra vez por disculpas del estilo de: «Ah, perdómeme, esto tendría que haberlo explicado antes; el segundo cono está prohibido antes de haber hecho los de abajo cambio par, y en toda la partida hay un solo tong... hum, a no ser que esté jugando al Crock Real...»
       Vimes murió. El sol se cayó del cielo, los lagartos gigantes dominaron el mundo, las estrellas explotaron y se apagaron y toda la esperanza desapareció, perdida para siempre dando vueltas por el retrete del olvido. El gas llenó el firmamento y lo incendió, y ¡oh, maravilla! Hubo un cielo nuevo, o tal vez no. Y se hizo el Disco, y llegó Ío, y probablemente la vida salió arrastrándose del mar... o tal vez no, porque la habían creado los dioses y [ininteligible], y los lagartos se convirtieron en lagartos con menos escamas, o tal vez no. Y esos lagartos se volvieron pájaros, y los bichos se volvieron mariposas, y una especie de manzana se convirtió en plátano, y un tipo de mono cayó de un árbol y comprendió que la vida era mejor si no había que pasarla colgando de algo. Y, en solo unos pocos miles de millones de años, evolucionaron los pantalones y los sombreros ornamentales con cinta. Por último, llegó el juego del crock. Y allí, reencarnado por arte de magia, estaba Vimes un poco mareado, de pie sobre el césped del pueblo, observando el rostro sonriente de un entusiasta.
       Logró decir:
       —Vaya, es impresionante. Muchísimas gracias. Qué ganas tengo de ver una partida.
       Momento en el cual decidió que un paseo rápido hacia casa sería lo apropiado, de no ser porque, de nuevo, se lo impidió una voz lamentablemente conocida a sus espaldas que dijo:
       —¡Usted! ¡Eh, usted! ¡Sí, sí, usted! ¿No es Vimes?
       Se trataba de lord Óxido, normalmente afincado en Ankh-Morpork y montando un fiero caballo de guerra, sin cuya irrepetible comprensión de la estrategia y la táctica no se habrían ganado diversas batallas con gran derramamiento de sangre. Ahora iba en silla de ruedas, una variedad inventada recientemente y empujada por un hombre cuya vida, conociendo a lord Óxido, era con toda seguridad insoportable. Pero el odio no tiene un periodo de semidesintegración demasiado largo, y en los últimos tiempos Vimes ya solo consideraba al hombre como un idiota con título a quien los años habían quitado brío. Con todo, seguía siendo dueño de una molesta voz equina que, con los arreos apropiados, podría utilizarse para talar árboles. Lord Óxido ya no era ningún problema. Sin duda quedaban pocos años hasta que, bueno, se oxidara del todo. Y en algún lugar de su nudosa alma, Vimes conservaba una leve admiración por el viejo carnicero cascarrabias, con su perenne autoestima y su completa disponibilidad para no cambiar de opinión acerca de nada en absoluto.
       El anciano reaccionaba al hecho de que el odiado policía Vimes era duque (y por tanto mucho más noble que él) limitándose a dar por sentado que era imposible, y por tanto haciéndole caso omiso. En breve, y a pesar de su aspecto, lord Óxido era un bufón peligroso, además de –y aquí estaba la parte peliaguda– un hombre increíblemente valiente, hasta el extremo del suicidio. Lo cual sería un caso de aquí-paz-y-allá-gloria de no ser por los suicidios de los pobres bobos que lo seguían a la batalla. Los testigos habían afirmado que era algo increíble. Óxido era capaz de galopar hacia las fauces de la muerte, encabezando a sus hombres sin dar un solo parpadeo. Sin embargo, las flechas y las mazas de armas siempre le fallaban, y con gran frecuencia acertaban al hombre que tenía justo detrás. Los testigos, es decir «la otra gente que miraba la batalla desde detrás de una roca cómoda y grande», daban fe de ello. Tal vez aquel hombre también pudiera hacer caso omiso de las flechas que le apuntaban, pero la edad era más difícil de eclipsar y el anciano, famoso por su arrogancia, tenía un aspecto hundido.
       Por poco habitual que fuese, Óxido sonrió a Vimes y le dijo:
       —Es la primera vez que lo veo a usted aquí abajo, Vimes. ¿Es que Sybil lo ha arrastrado a la tierra de sus antepasados? ¿Qué?
       —Quiere que el joven Sam se manche un poco de barro las botas, Óxido.
       —¡Así me gusta! ¿Qué? ¡Será bueno para el chaval, así se hará un hombre! ¿Qué?
       Vimes nunca había entendido de dónde salían aquellos «¿Qué?» tan explosivos. A ver, pensó, ¿qué sentido tiene ladrar «qué» sin ningún motivo comprensible? Y en cuando al «¿¡Qué, qué!?»... bueno, ¿qué era aquello? ¿Qué? Esos «¿Qué?» parecían ser piquetas para carpa de lona amartilladas a la conversación, pero ¿para qué demonios servían? ¿Qué?
       —De modo que no ha venido por ningún asunto oficial, ¿qué?
       La mente de Vimes viró con tal velocidad que Óxido debería haber oído cómo rodaban los engranajes. Analizó el tono de voz, la expresión del hombre, aquella leve, levísima pero aun así perceptible traza de esperanza por que la respuesta fuera «no», y el resultado fue la sugerencia de que tal vez no fuese mala idea soltar un gatito entre las palomas. Vimes rió.
       —Bueno, Óxido, Sybil lleva dándome la paliza para que vengamos desde que nació el joven Sam, y este año ha dicho que de aquí no pasa. Supongo que las órdenes de una esposa pueden considerarse oficiales. ¿Cuándo?
       Vimes vio al ayudante que empujaba la enorme silla intentando ocultar una sonrisa, sobre todo cuando Óxido respondió con un desconcertado «¿Qué?». Vimes decidió no seguir con «¿¡Dónde!?» sino decir, como quien no quiere la cosa:
       —Bueno, ya sabe cómo va esto, Óxido. Los policías encuentran delitos en cualquier sitio, si se deciden a buscarlos.
       La sonrisa de Óxido permaneció en su sitio, pero fue porque al parecer se le había congelado. Dijo:
       —Si yo fuera usted, seguiría los consejos de su encantadora esposa. No creo que aquí abajo vaya a encontrar nada digno de sus habilidades.
       La frase no acabó con un «¿Qué?», y su ausencia la enfatizaba de algún modo.
 

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